viernes, 24 de abril de 2009

EL RESTO DEL VIAJE

Después de unos días para volver a casa y acostumbrarme al “sedentarismo” que ello supone, voy a contar los viajes a Ámsterdam y Dublín. La capital de Holanda empezó con mucho, mucho calor y muchos, muchos medios de transporte. Sobre todo para llegar al hotel, que estaba literalmente donde Cristo perdió la zapatilla, como diría Sophie. Concretamente, el centro estaba a un tren y un autobús de distancia de mi familia.

Empezamos a ver la ciudad yéndonos a un pueblo pescador de las afueras, Volendan (Volledam para los amigos), que resultó ser muy turístico. Acabamos pronto, así que viajamos a Zaanse Schans, conocido por los molinos. Había siete diferentes (de mostaza, de pintura,..), pero lo mejor del lugar fue la granja de queso, donde probé hasta uno verde (al pesto).

Por la tarde empezamos a amortizar la tarjeta IAmsterdam con una ruta en barco por los canales, aunque luego llegarían los museos Van Gogh y Rijks, el botánico, la casa de Rembrandt y una casa barco convertida en museo. Y también una croqueta enorme para llevar :).

La mezcla de familia y amigas resultó funcionar bien, así que acabamos haciendo la excursión a los campos de tulipanes juntos, y cada padre adoptó a una amiga. Después de casi veinte kilómetros sin ningún tulipán, llegamos por fin a los campos y vimos…amarillos, rosas y rojos. Menos mal que estaban los narcisos y las flores olorosas para consolarnos con sus colores, porque tanta “paliza” para dos campos…

Al final conseguí ver el barrio rojo de noche, e impresiona tanto como pensaba, pero es tan turístico que seguro que si levantas un paraguas la gente te seguirá como un rebaño… Poco negocio y mucho turista mirón.

De las cosas más anecdóticas, nuestra versión de Los comedores de patatas de Van Gogh.






Y por último nos fuimos a Dublín en el que sería nuestro último viaje en Ryanair con sus restricciones de diez kilos. Quién iba a imaginar que Aer Lingus, la compañía irlandesa con la que volaríamos a Frankfurt sería aún más dura y tendría el límite en seis. Al final pagamos, pero solo al final.

Nos fuimos hacia la ciudad con la intriga de dónde estaban nuestros chicos, que no hacían más que llamarnos para preguntar dónde estábamos. Menuda tensión, porque pensábamos que habían vuelto al aeropuerto a recogernos y estuvimos todo el camino preocupadas por si nos los habíamos dejado allá.

Tras ver que nuestra habitación se encontraba al fondo de un pasillo en obras y que nuestra puerta no estaba cubierta por un techo, porque había un desván sin puerta, nos fuimos a descubrir la ciudad. Paseamos por el Trinity College, donde los deportistas se entrenaban y los mirones o simplemente pasivos se sentaban en el césped y disfrutaban del sol.

Porque el sol en Dublín, según ha quedado demostrado, es un bien muy escaso. A partir del día siguiente empezó a llover y ya no paró hasta que nos fuimos. Llovió tanto, que la excursión a un pueblo de la costa (Howth), donde pensábamos hacer una ruta por los acantilados hasta llegar a un faro, tuvo que ser suspendida. Carolina lo sobrevoló cuatro días más tarde y vio lo bonito que era en un día soleado y claro. Nächstes Mal vielleicht.

Así que ya entendemos por qué pasan tanto tiempo en las tabernas nuestros vecinos de los países lluviosos. Nosotros estuvimos en un par, con música en directo, y era estupendo para relajarte un rato, aunque imposible para mantener una conversación. Lo que sí era prácticamente imposible era encontrar cubiertos, vasos y platos para los cinco en la cocina del hostal. Todos cenábamos al mismo tiempo, así que, a falta de platos, hubo que tomarse la sopa en vasos de plástico.

Los buenos recuerdos se forman a base de pequeñas anécdotas como éstas...





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