domingo, 19 de octubre de 2008

CUANDO AÚN ES TODO NUEVO

El resto de la semana ha pasado sin casi penas, y con mucha gloria. El viernes hice por fin la exposición oral sobre prejuicios para clase de alemán con mi amigo checo, Vaschek. Nunca sabré si se escribe así o no, pero así se pronuncia. Fue un éxito total, y menos mal porque a punto estuvo todo nuestro trabajo de irse al garete por culpa de la técnica. No conseguíamos encender la televisión, el proyector reproducía mi fondo de pantalla pero no el power point que había encima y la telita sobre la que debería proyectarse la imagen estaba atascada y no se movía.

Por la noche intentamos ir a la famosísima Oktoberfest, la fiesta-excusa en/por la que los alemanes derraman litros y litros de cerveza al chillar alegres y borrachos su tan típico Prost! (¡Salud!) y hacer un chin-chin con las enormes jarras que unas mujeres gordas, tetonas y despechugadas les han servido. Eso hay que verlo al menos una vez en la vida, pero lo que no sabíamos los veinte Erasmus que nos dirigimos allá era que había que reservar, así que con el mismo bus con el que fuimos nos volvimos.

Ah pero claro, que no nos dejen celebrar la Oktoberfest donde la celebra el resto del mundo no significa que no podamos celebrar la nuestra propia. Y en un pub irlandés, para más inri. Si no nos quieren dejar beber su Hefeweizen o su Pilsen, beberemos pintas. (Hablo en plural por comodidad, se sobre entiende que sigo fiel a mis principios no-gaseosos y no me gusta ningún tipo).




El sábado amaneció soleado y así continuó todo el día porque…. Tatatatatataachánnn… ¡Tengo una bici! Miguel me acompañó a visitar a Dirk, el amigo alemán, que nos llevó a su garaje. Nos enseñó unas diez bicicletas llenas de polvo y nos dijo que eligiéramos dos. La mía es verde metalizado, preciosa una vez limpia. Cogimos otra para Carolina, y me volví a la residencia arrastrando las dos bicis, porque estaban totalmente sin aire. Miguel aprovechó para estrenar su nueva y flamante bici, que su viaje a Frankfurt le costó.

Al día siguiente nos fuimos de excursión Miguel, Victoria la letona, Sören, Marina y yo. El destino era sorpresa, así que solo sabíamos dónde y cuándo nos íbamos. Cogimos el tren y bajamos en Rüdesheim, un pueblecito situado a las orillas del Rin. Dimos un paseo por allá y nos montamos en un teleférico que, sobrevolando las viñas, nos llevó al Niederwalddenkmal. Allí está una estatua de Germania construida en 1871 para conmemorar la refundación del Deutsches Reich (imperio alemán o algo similar) y como recordatorio a los franceses de que esas tierras no las iban a conquistar.




Luego dimos un paseo por el bosque otoñal, y la verdad es que fue aún más bonito que el de St. Goar. Justo antes de llegar al teleférico para bajar vimos un terreno vallado lleno de renos. Y, como si fuéramos unos chiquillos, la mami Marina nos daba comida y nosotros poníamos la mano para que los animales comieran. No recordaba haber hecho eso desde la clase 6, en Mas de Noguera…




Bajamos a Assmannshause y buscamos por todo el pueblo un restaurante donde pudiéramos probar el Federweisser, un tipo de vino nuevo cuyo tapón tiene unos agujeritos minúsculos, para no parar el proceso. Normalmente se toma con Zwiebelkuchen (pastel de cebolla), aunque en mi caso con pastel de queso. Es un vino muy dulce, que le gusta a casi todo el mundo. Para todos aquellos que lo queráis probar, tendríais que venir a Alemania antes del dos de noviembre, porque dejan de producirlo. Papás, vosotros lo probáis por los pelos.

Durante esa “merienda”, nos dedicamos a jugar a esas cosas raras que me hacen tanta gracia: que cada uno hable un idioma, que cada uno hable alemán con el acento de otro país,… Las mesas de al lado se partían, porque se nos notaba que era broma, y Victoria no consiguió engañar a la camarera al final (le habló en inglés con acento letón).




A las cuatro cogimos un barco hacia Bingen, donde subimos a un castillo y me lleve un susto de muerte porque de repente mi cámara de fotos no estaba. Me puse tan nerviosa que no me salía ni hablar alemán… Al final fue solo una “broma” de mis queridos compatriotas alemanes. Una vez Sören dio por finalizada oficialmente la excursión nos bajamos al pueblo. Miguel me mareó en un columpio girador y nos tomamos un helado.



Cuando llegamos a Mainz vi que pasaba el autobús M, el que va directamente a la Oktoberfest y decidimos ir espontáneamente. La verdad es que hubiera sido la guinda del pastel, porque además acababa ese día. Pero cuando llegamos allí nos recibieron unos seguridades que nos dijeron que todo había acabado hacía unas dos horas, así que otro año será. Qué chafón. Menos mal que al final decidimos esperarnos a ver si podíamos entrar para llamar a Carolina, porque salir de casa para eso… :(

Así que el balance final de la última semana antes de empezar las clases es…………..10

No hay comentarios:

Publicar un comentario